Friday, July 25, 2014

Punto de fuga y redención en el dique de Amstel


Salimos del pueblo de Aa. un domingo por la mañana, con el espíritu un poco contrariado por el tiempo de las últimas jornadas de nuestra última helpxperiencia: lluvias torrenciales con descansos de sol amenazando tormenta. Dejamos atrás ese conglomerado universal de los proyectos a medio hacer, con su patrimonio de altares dedicados a la madre naturaleza esparcidos por la casa: en la cocina había la olla llena de restos orgánicos para la montaña de compost que había al fondo del jardín detrás del parque de los conejos a la que acudían las gallinas y también los gatos a buscar comida, y también el cazo lleno de restos orgánicos para los conejos (a los que iban a dar de comer cuando no llovía, el resto del tiempo era peligroso), el montón de compost aún por clasificar en el plan de trabajo y que servía temporalmente de fuente de alimento a las hormigas que habían conseguido montar una cadena de individuos que bajaba desde el agujero de ventilación en un hermoso ejercicio acrobático y por último, los vástagos últimos de la madre naturaleza,  botellas de plástico, de cristal, latas y cajas de cartón que moraban por las esquinas. Las gentes que vivían en ese lugar se habían desprendido totalmente de la obsesión por la limpieza: eran auténticos ascetas higiénicos. Con el motor en marcha y a unos kilómetros de Babel, nos volvimos a despedir mentalmente de todos sus habitantes.

Echábamos de menos un poco de aire fresco y es que en Bégica, o al menos en esta zona más al norte, arrancó en los años 50 una moda que transformaría el país. Una especie de fenómeno social por el cual todo el mundo decidió irse a vivir al campo, construirse una casita con un poco de terreno, vivir en las afueras. Ese sueño hecho realidad es un campo en el que no hay dos palmos de verde sin urbanizar. Un amplio catálogo del peor gusto constructivo. A pesar de lo bien sano que veníamos comiendo esos días, o quizás precisamente por eso, antes de llegar a la frontera paramos a comprar nuestras últimas frites belgas con salsa Joppie y nos las comimos al borde de un campo de maíz que parecía crecido en medio del desierto. Así fue nuestro tránsito del Pais Llano a los Paises Bajos. Entramos en el país más denso del territorio europeo y sin embargo fue como una bocanada de aire fresco. Fue como un oasis en el desierto, o como el desierto después de tanta lluvia.

descansando en una rama del oasis.
Los holandeses han llevado el arte del landscaping a niveles tan sublimes que incluso lo horrendo guarda tal armonía con el resto del paisaje que se hace difícilmente desagradable a la vista. Habíamos experimentado esto antes cuando, en nuestro pequeño periplo siguiendo el rastro de Brel, llegamos a cruzar la frontera y estuvimos paseando una horas por Terneuzen al otro lado de un brazo de mar y que mira a la isla de Zeeland. Zeeland aparecía en el horizonte como una de las ciudades de Momo: una mancha de formas geométricas grises que escupían humo. Y a pesar de lo que uno se pueda imaginar, esa imagen conseguía ser evocadora y los colores, los verdaderos colores parecían abrazar a esa amalgama de fábricas como si fuera parte de sí mismos. Desde los diques del puerto se extendía lentamente hacia el agua un mosaico de verdes, ocres y grises de las algas. ni siquiera parecían algas, habían tomado la forma de seres robo-bióticos, eran los propios hijos de las fábricas de Zeeland.

A unos metros de ahí, en un rincón del muelle, protegidos bajo grandes toldos de plástico, unos picapedreros amateurs cincelaban fósiles gigantes de cal...

Zeeland y algunos de sus habitantes.
Si en Zeeland intuimos esa gran habilidad de estas gentes, en nuestra vuelta por los Netherlands nos terminaríamos de convencer. Los holandeses tienen fama de ser -al parecer- buenos organizando cosas. Eso se traduce en una facilidad espectacular para compartimentarlo todo: los transportes, los paisajes, los espacios, las actividades para cada momento del día. En nuestra ruta hacia el norte camino de Amsterdam, paramos en Gorinchem. Verdes prados, silenciosos canales, molinos inmóviles, campanarios puntuales y gatos muy educados. Otra vez esa especie de convivencia pacífica de todos los seres.
el columpio, el molino, el transbordador… cada uno en su lugar.
Nos contaba una mujer  (…una tarde de nubes bajas, al borde del canal por el que pasaban las péniches al son del campanario, en el prado verde con un molino y bla bla bla…) que para tener ese paisaje no hay más secreto que el de obligar a todo el mundo a pedir permiso para casi cualquier cosa (incluso el color del que pintar el cerco de tu jardín!). Es curioso que para poder ser tolerante se tenga que ser tan ordenado. Pero no por tolerantes son nada permisivos.

Un amigo italiano que vivió un tiempo acá nos contaba que esta falta de prejuicios es en el fondo amor a los negocios. Cuenta la historia que los primeros en llegar a Japón fueron los portugueses en 1543 que trajeron consigo las armas de fuego y los misioneros jesuitas. Después de unos primeros contacto, se desarrolló un comercio de esclavos a gran escala en el cual los portugueses compraban japoneses como esclavos y los vendían en Asia y Europa, incluyendo a Portugal mismo. El propio rey Sebastian de Portugal, ante las proporciones masivas que estaba tomando el comercio de esclavos y temeroso de que pudiera tener un efecto negativo sobre la labor proselitista, ordenó su prohibición en 1571.
imágenes cedidas por el archivo fotográfico de la marina mercante holandesa.
En 1587, Toyotomi Hideyoshi, gobernante que unificó el pais, estaba tan indignado por el hecho de que su gente fuera vendida en masa a la esclavitud, que escribió una carta al representante jesuita de Portugal exigiendo la cesión de esas actividades. En una curiosa asociación de ideas, el tráfico de esclavos quedó unido al cristianismo para siempre y las relaciones entre Portugal y Japón se fueron degradando. Finalmente, el shogun Tokugawa Ieyasu prohibió definitivamente el cristianismo en Japón en 1612. Aunque no limitó inicialmente las relaciones comerciales con los portugueses, el shogunato estableció la llamada política de Fumi-e, solicitando a todo extranjero que quisiera entrar en el país el gesto de pisar una imagen cristiana para poder entrar. Los holandeses desbancaron a los portugueses pisando religiosamente la cruz.  Pues a pesar de ser cristianos, consideraron que sus intereses comerciales en Japón eran más importantes que las convicciones religiosas. A partir de 1641 fueron los únicos extranjeros (con excepción de los chinos) con derecho a comerciar en Dejima (Nagasaki).
Así que legalizar la marihuana no es exactamente ser tolerante; es hacer que la posesión, el consumo y el cultivo de esta planta sean fuentes de recaudación de impuestos.
En fin, esa noche antes de llegar a Amsterdam, dormimos a las afueras de Gorinchem y nos pasamos la noche intentando capturar con nuestra cámara de fotos el rastro luminoso de las péniches (sin gran éxito hay que confesar). Aún en ese rincón perdido entre matas verdes, no nos sentíamos perdidos sino más bien en el lugar que alguien había elegido para nosotros. Y bien, aunque nos fuimos dando cuenta de que todo estaba medido y calculado, no nos fue desagradable.
el secreto del equilibrio paisajístico: el metro y el plomo holandeses.

En Amsterdam, esa orquestación magistral de los elementos del Dharma cristalizó en un espectáculo de luces de neón en el que nos sentimos un poco atrapados, una gran cárcel de actividades recreativas. Era difícil encontrar un lugar en el que no nos sintiéramos inclinados sino manifiestamente obligados a consumir. Pero los había, y Un(t)raveling - incansable buscador de la belleza en lo anodino - los encontró (aunque nos costó 24 horas más o menos…). Estaban, por ejemplo, en el ferry que cruzaba el río Ij desde Amsterdam Noord y que tomamos algunas veces de buena mañana para entrar en la ciudad. Un respiro de aire húmedo, que nos devolvía el olor del agua dulce. Amsterdam Noord era una colección de estilos arquitectónicos fruto de experimentos urbanísticos que habían tenido lugar desde finales del s. XIX. Gracias a la lucha vecinal, habían sido restaurados y revalorizados en curiosidades para visitar. El resultado estético era un urbanismo futurista que no pegaba para nada con el futuro (presente) que se habían imaginado sus arquitectos. El primer día nos paseamos a pie por la ciudad. Las sombras de sus casas inclinadas pesaban sobre nuestras espaldas y las mochilas (con el picnic, el-libro-que-a-lo-mejor-leeré-en-un-parque, la botella de agua, etc.) nos daban un calor terrible. La brisa quedaba demasiado por encima de nuestras cabezas, más o menos a la altura de una bici holandesa como la que alquilamos al día siguiente. Sí, caímos en la trampa de gastar! Pero fue maravilloso mezclarse con una orgía de más de 600.000 bicicletas.  Amsterdam es una gran bacanal post-moderna: lujo, moda, comida, arquitectura, sexo, sexos, drogas, bicis, vicios, cultura, tendencias, decadencias, barcos y canales. 
una versión soft de la decadencia made in Amsterdam.
Y en medio de esa algarabía, nos encontramos con N. y J. (la hermana y el cuñao) de paso para un breve fin de semana desde el cercano norte de Francia. El reencuentro fue como un bálsamo de tranquilidad y terra cognita entre tantos desconocismos exóticos! Con ellos paseamos más entre canales y casas inclinadas, visitamos el museo Van Gogh (Pues sí! Nos hace falta compañía para entregarnos al arte académico y la cultura envasada en el tetrabrick de hormigón de un museo…) y volvimos a pasear hasta las horas de sombras alargadas y luz cálida. Con ellos, finalmente, nos liberamos de nuestra fobia al consumo y cenamos como auténticos guiris en una pomposa terraza del barrio rosa (que a rojo no llegaba).

juegos de luces y sombras, en familia por el centro y en el ferry del IJ, desde Central Station hasta Amsterdam-Noord.

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