Monday, October 18, 2010

avant la lettre - versión original con voz en off (3/4)

esta noche.

Veinte minutos después de la llamada del doctor, se presenta en la puerta de tu habitación el cirujano ruso. Es increíble cómo, nada más verlo, queda claro que es ruso y cirujano. No podría ser otra cosa que ruso y cirujano. Le pega el papel. Mucho. Debe medir sus dos metros. De hombros y brazos, es enorme. Tanto, que pasar la puerta le va a costar. De perfil, a lo mejor sí que entrará. Los botones de su camisa parecen aguantar una presión fenomenal a la altura del torso. Si dobla los brazos, las mangas de su camisa reventarán. Su muñeca tiene el diámetro de mi muslo.
el puerto pesquero de Nuadibú, Mauritania: por si se esperaban rastreadores...
Cuando coge mi mano en la suya para saludarme, noto con claridad todos mis carpos, metacarpos y demás huesitos de nombres y formas inverosímiles, crujir como si alguien hubiese pisado una bolsa de patatas fritas. Es enorme. Es un oso. Un grizzli. Pero muy sonriente, eso sí. Un grizzli bondadoso. Debe rozar los cuarenta años. Puede que menos incluso. Tiene el pelo muy corto, un rubio casi blanco. Y unos ojos azules minúsculos que desaparecen cuando sonríe. Ocupa la mitad de la habitación y agita los brazos mientras habla. Parece que se va a cargar el techo o una pared en cualquier momento. Se expresa en un francés aproximativo con fuerte acento. Pero comunica con todo su cuerpo e irradia bondad. Después de habernos dicho cuatro cosas y haberse reído mucho de la situación, se acerca a ti. Te sonríe mientras te observa. Te acaricia la cabeza hablándote en ruso con una voz muy tierna. Te tranquiliza. Mira tus radios y toca tu hombro medio segundo con su enorme mano de oso. Te sonríe más aun. No tienes nada: una simple dislocación anterior de la cabeza del húmero. Te lo va a arreglar aquí y ahora. Y como coge tu brazo en una mano y coloca la otra en tu pecho, empiezas a chillar y a saltar en la cama como un poseído. Él se pone a reír.

Nuevamente, te sonríe, te habla tiernamente en ruso – como le habla un padre a su hijo después de su primera caída de bici. Vuelve a acariciarte la cabeza. Al cabo de un rato, lentamente, sus manos se desplazan hacia tu brazo y tu hombro, sin que deje de hablarte ni de sonreírte. Vuelves a gritar y te echas hacia el otro lado de la cama, como para escaparte. En el fondo, es una escena muy cómica: gritas que él no te toque, que no quieres que te toque, que te tienen que evacuar, que te saquemos de aquí, que le digamos de soltarte de una vez! Te escucho pero no se lo traduzco. Por primera vez, me rebelo y no traduzco. Miro como él vuelve a repetir dos o tres veces la misma maniobra contigo, sin perder nada de su sonrisa ni de su ternura.
toneladas de Sardinella recién pescada, destinada al mercado ruso y polaco.
Y mientras observo, me pregunto qué vida debe haber tenido un cirujano ruso de poco más de cuarenta años para estar oficiando en un hospital militar en Nuadibú, Mauritania. Pienso en las cirugías que debe haber practicado aquí, con sangre y bisturí, quizás con un trago de vodka como sólo anestésico. Me pregunto qué vida debe haber tenido para tener tanta ternura, tanta paciencia para ti. Después del tercer intento, el cirujano ruso capitula. Has podido con él, como pudiste con los demás. Sin dejar de sonreír, te desea suerte, nos desea suerte y se despide. Te quejas mucho de lo que él pretendía hacer contigo, ¡con nuestra complicidad! Te quejas de la desgracia en la que te encuentras; de la vergüenza que son las compañías de seguros que te cobran sus servicios durante años sin que te pase nada y que, el único día en que las necesitas, no mueven un dedo para ti. Te quejas del hambre, de la sed, del calor, del dolor. Escucho todo eso y al mismo tiempo, con el otro oído, escucho músicas de espera de las hotlines de asistencia en el extranjero de las dos compañías competentes, en los dos móviles a la vez.

El doctor se sienta a tu lado en el borde de la cama. Te sonríe, te acaricia la cara, te habla. Lo miro detenidamente mientras hablo por teléfono. Es muy mayor, lleva mucha vida encima. En los hombros, en los ojos. Miro su mirada vivida, las arrugas de su cara, las manchas de su piel, el blanco de su pelo. Es un ser muy bello. Sus ojos se cierran cuando te sonríe, se humedecen cuando acaricia tu pelo. Él también está siendo padre contigo: te dice que te relajes, que es una cuestión de tiempo ahora pero que irán a buscarte, que te llevarán a Canarias y cuidarán de ti. Te dice que no pasa nada. Lloras mucho y le hablas del dolor insoportable. Te dice de pensar en la gente que vive en guerra, en los refugiados, los heridos por bala, por minas, por bombas de racimo. Te dice que otros pierden una mano, una pierna. Que mujeres pierden a su bebé, que bebés pierden a su madre. Que todo es muy relativo. Le dices que seguramente sea cierto, pero que a ti te duele aquí y ahora. Que te duele mucho y que no puede ser que te dejen aquí y no te hagan caso. Te escucho decir que es indigno tratar así a un ser humano. Cuando cuelgo la segunda llamada, escucho al doctor que te explica todo estas cosas con paciencia y le admiro.
más escenas callejeras: burbuja inmobiliaria, caos y maltrato animal.
Le admiro porque me cuesta entender de dónde saca la compasión, la empatía y el amor para sonreírte y acariciarte. Me conmueven su belleza, su humanidad. No puedo evitar de contrastarlas con mi impaciencia, con la rabia que me provoca tu falta de compostura, de consideración por todo lo que te rodea, por todo lo que cada uno está haciendo por ti, a pesar de sus respectivas circunstancias.

Y de repente, hay noticias: al final, conseguí algo de una de las compañías. Tuve que amenazar un poco a la médica de la central de atención telefónica, dejándole entender que si seguía rechazando una evacuación, le haríamos responsable personalmente de cualquier cosa que pudiera ocurrir contigo aquí. Tuve que pedirle el número de colegiada, invocar su responsabilidad profesional y a su juramento hipocrático para conseguir asustarle un poco, ¡pobrecilla! No tenía nada de ganas de amenazarle - tampoco lo hice por ti, que lo sepas. Egoistamente, lo hice por mi: estoy tan harto de escucharte. Quiero deshacerme de ti, a cualquier precio. Que te vayas ya. Quiero silencio. Cuando te digo que van a organizar tu evacuación hacia Las Palmas con una avioneta sanitaria y que me volverán a llamar en cuanto esté todo confirmado, no dices nada. No expresas nada. Tienes mala cara y te sigues quejando de la almohada, del aire acondicionado que gotea y de los analgésicos que te dan nausea. Durante los veinte minutos que tardan en volver a llamar, te tranquilizas poco a poco. Te quedas callado un rato con los ojos cerrados y tus gemidos indolentes se pierden en el zumbido del ventilador. Sentado en el sillón a mi lado, el doctor me habla en voz bajita, me cuenta un poco de su vida. Una vez más, aunque con gusto por ahora, escucho.

a las afueras de Nuakchott, llegando al beach resort para expatriados.
Escucho que él es Saharaui; que nació en Sahara Occidental cuando era colonia española. Escucho como se fue a Cuba en los años sesenta para estudiar la carrera de medicina; como al volver, entró directamente en el campo de refugiados allí, en la frontera con Argelia; como estuvo viviendo y trabajando allí catorce años. Sus ojos me buscan por encima de sus pequeñas gafas. Me cuenta como en catorce años, vio morir a mucha gente; como hizo todo lo posible para que no murieran; como todo lo posible era muy poco allí; como muchos murieron y como los que sobrevivieron, tan solo fue para seguir sufriendo un poco más. Me cuenta como la regla del juego es otra allí y le digo que sí, me lo imagino. Entonces busca mis ojos otra vez por encima de las gafas y me dice: "no, hijo, no lo puedes imaginar". Aunque me dice esto con mucho amor, me siento muy niño y muy ingenuo en este momento. Tan criminalmente niño e ingenuo. Este hombre viejo y cansado es el mismo que, durante toda la noche, ha demostrado contigo una paciencia y una compasión incondicionales. Es el mismo que te ha escuchado quejarte y te ha acariciado la cara, mientras no veías nada que no pasara por delante de la minúscula ventana de tu perspectiva, nada que no fuera tu pequeña preocupación mezquina por ti mismo… Cuando él se reclina un poco más en el sillón, cierra los ojos y se duerme finalmente, me pongo a llorar en silencio.

imagen en forma de alegoría: arena, basura, muros desconchados y reivindicaciones misteriosas.

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